Hace unos meses, una amiga me regaló un libro con un título que no necesita prólogo: Al pueblo nunca le toca, de Álvaro Salom Becerra. Lo abrí por pura curiosidad y lo cerré con la sospecha confirmada: la política, en ciertos países, ha sido una coreografía cuidadosamente ensayada donde, más que votar, a uno le toca aplaudir. Allí, como en nuestra realidad más próxima, la alternancia no parecía fruto del voto sino del apellido; la democracia aparecía en las fotos, pero los acuerdos se firmaban en las salas de estar de las familias que de verdad mandaban.
Lo traigo a cuento porque estamos a las puertas de otro ciclo de precandidaturas, alianzas “programáticas” con más comillas que programa, y solemnidades que duran lo que tarda un encuestador en tocar timbre. Y en este punto quiero proponer algo impopular: no seamos hostiles con los precandidatos. Sí, con esos mismos que hoy juramos no volver a ver ni en pintura, pero que mañana podrían convertirse, por obra y gracia de la realidad, en la única opción viable para enfrentar al candidato continuista. Es duro de tragar, lo sé. Pero más duro es tragarse cuatro años de déjà vu.
La hostilidad es el deporte nacional: rinde likes, desahoga, y da la sensación de que uno está “haciendo algo” por el país. Pero entre trino y trino, se nos olvida que los precandidatos —esos seres de cartelera y promesa fácil— suelen reunirse sin pedirnos permiso, encuentran “puntos de convergencia” que ni Freud imaginaría, y cierran acuerdos que el electorado conoce cuando ya no hay nada que conocer. El menú siempre es a la carta, pero la cuenta llega fija: a ellos les toca la torta; al pueblo, el plato del día: “no hay”.
La política nuestra funciona como esas bodas donde el DJ asegura que va a sonar de todo. Y sí, suenan rancheras, salsa, reguetón viejo, porros: diversidad total. Pero la playlist, sorpresa, la armó un solo padrino. En campaña nos cuentan que la fiesta es de todos; en la resaca, descubrimos que la música era para pocos. Y claro, cuando se reparten la torta, uno alcanza apenas a oler el merengue.
De ahí que pedir “no hostilidad” no es pedir resignación. Es una simple, cruda medida de higiene cívica. Porque si algo nos ha enseñado esta democracia de salón es que el juego real se cierra en mesas donde la ciudadanía no tiene silla. ¿Que eso es cínico? No. Es descriptivo. Cinismo es vender “consulta” y practicar consagraciones. Cinismo es predicar “renovación” y firmar con el bolígrafo de siempre. Cinismo es invitar al pueblo a la fiesta y sentarlo en la mesa de los niños.
Mientras tanto, nosotros, ciudadanos de hígado ardiente y paciencia gasificada, hacemos lo que mejor nos sale: odiar por adelantado. Declarar “jamás votaría por X” en septiembre, para terminar poniendo la X en mayo. Y ahí vamos, con una coherencia admirable: la coherencia del cansancio. En ese péndulo, perdemos dos cosas valiosas: la lucidez para distinguir prioridades y la capacidad de presionar con inteligencia.
Porque sí, hay prioridades. Cuando se perfila un candidato continuista con apetito de poder y gusto por la repetición, no siempre hay margen para el lujo ideológico. A veces tocará escoger a quien hace seis meses jurábamos mandar al rincón del pensamiento. ¿Injusto? Tal vez. ¿Triste? Un poco. ¿Infantil? No. Infantil es creerse el cuento de que la política es una fábula de héroes y villanos. La política es administración de daños: quién daña menos, quién corrige más, quién aprende antes.
Entonces, ¿qué hacemos mientras ellos se reúnen, conversan sin nosotros y reparten la torta con regla de oro? Primero, no gastar la pólvora ni en gallinazos, ni en insultos prematuros. Cuesta, pero la dignidad también es ahorro: elegir bien las batallas, medir las palabras, sostener las críticas sin volverse rehén de ellas. Segundo, exigir con constancia —esa palabra aburrida— condiciones verificables: primarias de verdad, debates de verdad, veeduría de verdad. Tercero, construir músculo ciudadano donde sí tenemos poder: barrios, universidades, gremios, colectivos. El poder pide acumulación; el berrinche, apenas garganta. Candidato perfecto e impoluto jamás ha existido, no existirá, no lo es el suyo, no lo será el de nadie.
Y sí, claro, seguir denunciando clientelismos, trampas, malabares. Pero hacerlo sin la trampa emocional de creer que cada precandidato es, por definición, un traidor en potencia. No porque sean santos —no lo son—, sino porque cuando llegue la hora de elegir, quizá toque sostenerle la mirada a uno de ellos y decirle: “Listo, te toca. Pero te miramos”. Y ojalá con ojos de ciudadano, no de hincha.
Volvamos al libro. Al pueblo nunca le toca no es una condena eterna; es un espejo incómodo. Si uno mira con atención, descubre que, aunque no nos inviten a cortar la torta, todavía podemos apagar la luz si la fiesta se sale de madre. Eso se llama control ciudadano: voto informado, presión pública, memoria a largo plazo. No es épico, no da para película, pero en política, lo eficaz suele ser antipático.
Termino con una consideración de salud y de fondo. No desgastemos el hígado en precandidatos. Los hígados rencorosos nublan la cabeza, y las cabezas nubladas votan mal. Actuemos de forma correcta, no como pose, sino como hábito: cumplir la ley aunque nadie mire, respetar al que piensa distinto, no caer en la trampa del chisme político que solo alimenta al monstruo. Seamos ejemplos pequeños —puntuales, tercos, contagiosos— y dejemos que ese ejemplo irradie hacia los demás.
Porque, siendo honestos, es posible que esta vez tampoco nos toque. Pero que no nos toque no significa que no podamos tocar algo: el tono, el método, el estándar. Si logramos eso, quizá no cortemos la torta, pero al menos escogeremos el cuchillo. Y créanme, en política, a veces ese es el gesto que cambia la fiesta.