En las oficinas sombrías de la Alcaldía de Medellín, allá por los primeros días de enero de 2020, comenzó a escribirse una historia que, para algunos, parecía un simple contrato de prestación de servicios, pero que, al desentrañarse, revelaba un entramado de poder, lealtades políticas, justicia instrumentalizada y sospechas de compensación cruzada.
Carlos Alejandro Toro Prieto llegó sigilosamente, sin estruendos ni ruedas de prensa. Presentó una oferta de servicios jurídicos para la Secretaría de Suministros y Servicios, encabezada por Karen Bibiana Delgado Manjarrés. Hasta allí, todo parecía una actuación administrativa ordinaria. Pero en el fondo, lo que se tejía era más que burocracia: era una jugada con múltiples niveles, de esas que solo se entienden cuando se hilan los nombres.
Carlos Alejandro no era un abogado cualquiera. Era el hijo de Carlos Arturo Toro López, defensor acérrimo de Iván Cepeda, senador de izquierda y figura central en el proceso penal contra el expresidente Álvaro Uribe Vélez. Toro padre representaba a testigos clave como Juan Guillermo Monsalve —el “testigo estrella” del caso Uribe— y había sido señalado como apoderado impuesto en procesos como el del hacker Andrés Sepúlveda. Su nombre aparecía una y otra vez junto a figuras cercanas a las FARC y en estrategias judiciales de alto contenido político.
Por eso, cuando su hijo fue contratado directamente por la administración de Daniel Quintero Calle, surgieron las preguntas. ¿Coincidencia? ¿Recompensa? ¿Una estrategia política camuflada en contratos administrativos?
El primer contrato, por más de 86 millones de pesos, superaba incluso la oferta inicial de Toro Prieto. Con el tiempo, otros contratos vinieron: al menos tres en total, por más de 130 millones de pesos solo en los primeros dos años. Lo peculiar no era solo el monto, sino el contexto: Toro Prieto asesoraba la misma dependencia que dirigía Karen Delgado, quien, además de secretaria, era accionista de la firma Avanzar (hoy Lexia), en la que el mismo Toro Prieto fungió como representante legal. Un enredo de nombres que convivían en los pasillos del poder local y los estatutos empresariales.
Las conexiones se volvieron más sospechosas cuando se supo que Lexia también era manejada, en ciertos momentos, por Santiago Preciado, pareja de Delgado, exsecretario de Inclusión Social y otro rostro clave en el movimiento “Independientes”, el partido de Quintero. Mientras Delgado firmaba contratos en la Alcaldía, su firma asesoraba a otros municipios, como Anolaima y Cota, y Toro Prieto seguía recibiendo pagos públicos.
¿Era este un caso de clientelismo sofisticado? ¿Una red de favores cruzados donde la política, la justicia y el erario se mezclaban bajo la superficie?
En los círculos judiciales y periodísticos comenzaron a tomar fuerza las hipótesis más osadas: que Daniel Quintero habría usado los contratos públicos para “pagar” indirectamente favores políticos a quienes ayudaban a sostener la narrativa contra Uribe. Si el abogado de Cepeda llevaba años litigando contra el expresidente, ¿no era útil tener a su hijo dentro de la administración, con acceso privilegiado, contratos asegurados y relaciones con funcionarios de primer nivel?
El periodista Gustavo Rugeles lo expuso sin tapujos: tanto Carlos Arturo Toro como su hijo habrían sido piezas fundamentales en la articulación de testigos y en el entramado que derivó en la imputación del expresidente. Monsalve, Sierra, Meneses, Santrich… todos orbitaban el mismo círculo de representación legal.
Y mientras tanto, en Medellín, Carlos Alejandro Toro Prieto recibía renovaciones contractuales, sin levantar ruido, trabajando en el corazón del presupuesto de compras, donde cada papel, cada firma, podía esconder una intención.
Los críticos no tardaron en preguntarse si era legítimo —o siquiera legal— que una administración contratara a personas tan íntimamente ligadas con intereses judiciales de orden nacional. En especial cuando estos intereses coincidían ideológicamente con el discurso de confrontación que Quintero había sostenido contra Uribe y el uribismo desde que llegó al poder.
Hoy, el rompecabezas parece más claro: contratos con nombres ligados a actores políticos; cargos entregados a aliados de Cepeda; una Secretaría de Suministros que terminó convertida en epicentro de polémicas y denuncias; y un hijo, silencioso y meticuloso, que quizás no necesitó gritar para cumplir su misión.
¿Fue Toro Prieto un simple abogado contratado? ¿O fue, como algunos lo bautizaron, “el infiltrado de Cepeda en la Alcaldía de Medellín”? Las piezas están sobre la mesa. Solo falta que alguien tenga el valor de armarlas.